Era una tarde fría de invierno, el Sol hacía algunos minutos que se había ocultado detrás de los impresionantes riscos que conforman la cara oeste del Barranco de Azuaje, dejando al profundo tajo envuelto en un manto crepuscular, precursor de la inminente oscuridad de la noche.
Un viejo y solitario molinero, sentado en la puerta de su molino sobre una piedra de moler, gastada por mil moliendas, miraba absorto como algunas palomas rezagadas buscaban la seguridad de sus nidos antes de que la noche se adueñara del lugar. Poco a poco, el canto de los pájaros cedía su protagonismo a las monótonas melodías de los grillos que, junto con el rumor del escaso caudal de agua que discurría entre las verduscas piedras del lecho del barranco, se iban apoderando del silencio vespertino.
A pesar del frío, aquel invierno estaba siendo poco generoso en lluvias, por lo que las mermadas aguas que discurrían por el cauce del barranco eran empleadas durante el día para regar los cultivos de plataneras, que escoltaban un tramo de su sinuoso recorrido. Esta circunstancia obligaba al viejo molinero a realizar la molienda durante las horas nocturnas, en las que el caudal de agua era suficiente para mantener el cubo del molino a un nivel constante, pudiendo así realizar la molienda sin que se le parara el “rodezno” y con él toda la maquinaria.
Apenas había anochecido cuando el molinero pasó al interior del viejo molino, encendió unas lámparas de carburo y puso en marcha la vieja máquina hidráulica. El sonido del agua al impactar sobre las” álavas” del “rodezno” se fundía con el runruneo que hacía el roce de la piedra de arriba al girar sobre la de abajo. En pocos minutos el ambiente se tornó fantasmagórico; las luces de las lámparas proyectaban sobre las vetustas y empolvadas paredes de la estancia las sombras inmóviles de los sacos de millo y de gofio, entre ellas, la del molinero, que se afanaba en vaciar el grano dentro de tolva. En unos minutos el olor de la molienda impregnó todo el ambiente.
Estaba ya muy avanzada la noche, cuando los ruidos de la molienda impidieron a nuestro protagonista escuchar las leves pisadas de un visitante nocturno, que acababa de entrar al molino. Por ello, el viejo molinero se sobresaltó cuando el recién llegado le dio unas palmaditas en la espalda para reclamar su atención.
El misterioso visitante era un hombre joven, no muy alto pero, eso sí, muy delgado. A pesar de su juventud, aquel hombre vestía un traje pasado de moda, propio de cuarenta o cincuenta años atrás. La antigüedad de la vestimenta del enigmático visitante y la infinita serenidad que manaba de su mirada atrajeron la curiosidad del viejo molinero.
-¿”Qué le trae por aquí a estas horas amigo”?, le preguntó el molinero, todavía asustado, al visitante.
- A lo que el joven le respondió: “Miré buen hombre, voy de camino hacia la costa pero la noche me alcanzó en la mitad del trayecto. Al ver que había luz en el molino pensé que, tal vez, aquí viviría algún alma caritativa que me ofreciera un poco de comida y me permitiera pasar la noche a cubierto”.
- “No se preocupe amigo, en cuanto acabe de moler esta última molienda nos vamos a la cocina, para que se tome una taza de leche caliente, a ver si entra en calor”- le contestó el molinero.
Efectivamente, tan pronto como terminó su trabajo, el viejo se hizo acompañar por el transeúnte hasta la cocina.
Mientras compartían unos tazones de “leche con gofio”, los dos hombres sostuvieron una distendida conversación. Era extraño, parecía como si los dos fueran viejos conocidos, como si hubieran compartido muchos eventos, a pesar de la diferencia de edad que había entre ellos. Así, cuando el viejo molinero le narró al huésped sus aventuras de juventud en Cuba, éste daba la impresión de haber vivido también aquellas mismas aventuras, incluso se permitía completar el relato con detalles que el molinero ya había olvidado.
Estaba amaneciendo cuando el viejo le ofreció al visitante un catre de viento, que había en unas de las habitaciones de la casa, para que descansara el resto de la noche. El joven aceptó la invitación y se retiró a descansar.
Al rato de estar acostado, el viejo recordó que, cuando tenía aproximadamente la misma edad que su invitado, él también tuvo un traje igual que el que vestía el joven. Como picado por mil avispas, el molinero dio un salto, levantándose de la cama. Encendió una vela de sebo y alumbró un retrato que colgaba de una de las paredes de su habitación. Sorprendentemente, la imagen plasmada en aquel retrato era la del joven que dormía en el cuarto contiguo al suyo. Pero aquello era imposible, ya que la imagen de la persona que aparecía en el retrato era su propia imagen; la fotografía se la hizo cuando era joven, en uno de sus viajes al Caribe, para regalársela a sus padres.
Sorprendido y asustado, el viejo molinero se dirigió a la habitación donde dormía el visitante, pero el joven ya no estaba allí, se había marchado sin tan siquiera despedirse de su anfitrión. Horrorizado y desconcertado, el anciano se encerró en su habitación, permaneciendo en ella hasta que clareó el nuevo día.
Mientras desayunaba, clavó su trasnochada mirada en un almanaque situado frente a él, percatándose que era veinticinco de diciembre.
Acaso, en la noche mágica del veinticuatro de diciembre, noche donde todo es posible, el viejo molinero compartió la mesa con su propio espíritu. Probablemente, aquella noche el molinero tuvo la suerte de reencontrarse consigo mismo.
Quizás, algún día, a alguno de nosotros le pueda ocurrir algo parecido a lo que le sucedió al viejo molinero. Arrastrados por un mundo donde lo que prima son los logros materiales y las prisas por conseguirlos, sin tiempo para cuestionarnos realmente quiénes somos y qué hacemos, podría sucedernos que, en un momento de nuestras vidas, nos creamos unos extraños de nosotros mismos.
José Juan Sosa Rodríguez
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